El sol de Breda by Arturo Perez-Reverte

El sol de Breda by Arturo Perez-Reverte

autor:Arturo Perez-Reverte
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 1998-10-31T16:00:00+00:00


VI. EL DEGÜELLO.

A veces miro el cuadro, y recuerdo. Ni siquiera Diego Velázquez, pese a que le conté cuanto pude de todo aquello, fue capaz de reflejar en el lienzo —apenas se insinúa entre el fondo de humaredas y la bruma gris— el largo y mortal camino que todos hubimos de recorrer hasta componer tan majestuosa escena, ni las lanzasque se quedaron en el camino sin ver levantarse el sol de Breda. Yo mismo, años después, aún había de ver ensangrentados los hierros de esas mismas lanzas en carnicerías como Nordlingen o Rocroi; que fueron, respectivamente, último relumbrar del astro español y terrible ocaso para el ejército de Flandes. Y de esas batallas, como de aquela mañana ante el molino Ruyter, recuerdo sobre todo los sonidos: gritos de los hombres, palilleo de picas, estrépito del acero contra el acero, golpes de las armas rasgando ropas, entrando en la carne, rompiendo huesos. Una vez, mucho después, Angélica de Alquézar me preguntó en tono frívolo si había algo más siniestro que el ruido de un azadón enterrando una patata. Respondí sin vacilar que sí, que el chasquido de un acero hendiendo un cráneo; y la vi sonreír, mirándome fija y reflexiva con aquellos ojos azules que el diablo le concedió. Y luego alargó una mano y con los dedos me tocó los párpados que yo había tenido abiertos ante el horror, y la boca con la que tantas veces había gritado mi miedo y mi valor, y las manos que habían empuñado acero y derramado sangre. Y luego me besó con su boca amplia y cálida, y aún sonreía cuando lo hizo y cuando se apartó de mí. Y ahora que Angélica lleva muerta tanto como aquella España y aquel tiempo que narro, no puedo borrar de mi memoria esa sonrisa. La misma que aparecía en sus labios cada vez que hacía el mal, cada vez que ponía mi vida en peligro, o cada vez que besaba mis cicatrices. Alguna de las cuales, pardiez, como ya adelanté en otro sitio, hízome ella misma.

También recuerdo el orgullo. Entre los sentimientos que pasan por la cabeza, en el combate, cuéntanse el miedo, primero, y luego el ardor y la locura. Calan después en el ánimo del soldado el cansancio, la resignación y la indiferencia. Mas si sobrevive, y si está hecho de la buena simiente con que germinan ciertos hombres, queda también el punto de honor del deber cumplido. Y no hablo a vuestras mercedes del deber del soldado para con Dios o con el rey, ni del esguízaro con pundonor que cobra su paga; ni siquiera de la obligación para con los amigos y camaradas. Me refiero a otra cosa que aprendí junto al capitán Alatriste: el deber de pelear cuando hay que hacerlo, al margen de la nación y la bandera; que, al cabo, en cualquier nacido no suelen ser una y otra sino puro azar. Hablo de empuñar el acero, afirmar los pies y ajustar el precio de la propia piel a cuchilladas en vez de entregarla como oveja en matadero.



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